A veces, el destino se parece a una pequeña tempestad de
arena que cambia de dirección sin cesar.
Tú cambias de rumbo intentando olvidarla. Y entonces la tormenta también
cambia de dirección, siguiéndote a ti. Tú vuelves a cambiar de rumbo, y la
tormenta vuelve a cambiar de dirección, como antes. Y esto se repite una y otra
vez. Y la razón es que la tormenta no es algo que venga de lejos y no guarde
relación contigo. Esta tormenta, en
definitiva, eres tú. Es algo que se
encuentra en tu interior. Lo único que puedes hacer es resignarte, meterte en
ella de cabeza, taparte con fuerza los ojos y las orejas para que no se te
llenen de arena e ir atravesándola paso a paso, poco a poco. Y en su interior
no hay sol, ni luna, ni dirección, a veces ni siquiera existe el tiempo. Allí
solo hay una arena blanca y fina, como polvo de huesos, danzando en lo alto del
cielo. Imagínate una tormenta como ésta.
Y tú en verdad la atravesarás, claro está. La violenta
tormenta de arena. La tormenta de arena metafísica y simbólica. Pero por
más metafísica y simbólica que sea, te rasgará cruelmente la carne como si de
mil cuchillos se tratase.
Y cuando la tormenta de arena haya pasado, tú no
comprenderás cómo has logrado cruzarla con vida. ¡No! Ni siquiera estarás
seguro de que la tormenta haya cesado de verdad. Pero una cosa sí quedará clara. Y es que la persona que surja de la
tormenta no será la misma persona que penetró en ella. Y ahí estriba
el significado de la tormenta de arena.
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